OPINIÓN | Luisina Daives, psicóloga de Amadem
El alcohol es una sustancia psicoactiva depresora (aunque generalmente se cree lo contrario) que afecta, en cualquier medida que se tome, a los mecanismos y equilibrio neuroquímico de nuestro cerebro. Es un potente desinhibidor y eso se comprueba porque ante la toma de cierta cantidad, nos sentimos inmediatamente con más confianza, menos ansiedad y una mayor relajación.
Pero cuando estos efectos desaparecen, también se experimenta otros negativos, como es una mayor irritabilidad, y sobre todo ansiedad o depresión. Está muy contrastado científicamente, que, ante un consumo mayor y sobre todo frecuente, el alcohol se relaciona con muchos problemas de Salud Mental, como por ejemplo la depresión.
Son muchos los casos en los que la persona que logra abstenerse del consumo de alcohol, también se verá liberada de la depresión, siendo entonces esta depresión un síntoma derivado directamente del consumo y no de un estado propio. También se ha comprobado una clara relación con el aumento en el riesgo de suicidio, y mayor deterioro cognitivo en consumo incluso moderado, sobre todo en la memoria.
Otro aspecto negativo derivado del consumo de alcohol es la interacción tan perjudicial que tiene con medicamentos, minimizando la eficacia farmacológica y agravando todos los cuadros psicológicos que requieren de una medicación habitual. Es frecuente ver muy infravalorado el impacto que una “cervecita” tiene para reducir la eficiente acción de la medicación que se toma para determinados cuadros psicológicos.
Las personas tienden a atribuir la causa en la falta de mejoría en su estado o el empeoramiento, a la ineficacia farmacológica más que al consumo negligente que están haciendo. Cualquier consumo de alcohol está asociado siempre a cambios patológicos en el cerebro. La cantidad de alcohol solo determina la gravedad de los problemas, cuanto más alcohol, más y mayores problemas, pero siempre es perjudicial.